martes, 24 de noviembre de 2015

Días de frío



Me desperté con el silbido del viento. Debía de ser temprano porque la luz que se filtraba por la ventana era tenue y delgada, sin fuerza. Entonces, oí el tendedero que golpeaba rítmicamente contra los barrotes del balcón. Producía un sonido metálico que no me hubiera permitido coger el sueño de nuevo por lo incómodo que resultaba, y de inmediato, imaginé toda mi ropa volando. Así que, tratando de anteponerme al drama que aquello ocasionaría, me levanté rápidamente, abrí la puerta de mi habitación y crucé las sombras del pasillo.
Cuando subí las persianas un día grisáceo cubría las calles. En la acera había hojas de árboles concentradas en forma de remolino, las ramas se movían con un nerviosismo contagioso. Parecía que de un momento a otro fueran a partirse por la mitad.
Pensé que el frío había llegado sin avisar, de repente. Perder el otoño debía de ser cosa del cambio climático.
No había mirado el reloj, de modo que no sabía cuántas horas me quedaban de sueño.
Entonces recordé algo que me hizo feliz. Era sábado.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Bella


He llegado a la conclusión de que las princesas Disney podrían ser las participantes de la próxima edición de Gran Hermano. Los realizadores las encerrarían a todas en una casa, junto a unos cuantos príncipes tan pintorescos como ellas, y allí, entre cuatro paredes y algunas cámaras, mostrarían su lado más conflictivo en la burda adaptación de la novela de George Orwell. Discutirían, se reconciliarían, llorarían víctimas de a saber qué, y volverían a discutir entre gritos. Seguramente, en algún plató de televisión, veríamos a las tres Hadas defendiendo a Aurora con el ímpetu de las abuelas ofendidas, y al poco, a la madrastra de Blancanieves detallando cómo la hija de su difunto marido se negaba a ayudar en casa, cómo llegó a convertirse en una nini durante años para después fugarse con siete tíos mineros que la usaban de chacha.

Disney habló del amor verdadero, de cómo la vida es más fácil cuando eres guapa, de una boda como premio al sufrimiento vivido (indigestión por manzana en mal estado, zapatos perdidos en una noche de borrachera, trastornos de sueño, desobediencia patológica) y del príncipe azul rompe hechizos. En el mundo Disney los malos son muy malos, y los buenos muy buenos. No existen medias tintas.

Sin embargo, los personajes Disney no son tan perfectos. Podría pasar horas psicoanalizando a las princesas y mencionando cada suceso, desde mi punto de vista, lejano a una mentalidad sana. Pero me voy a centrar en la que fue mi película de dibujos favorita durante los años de mi infancia: la Bella y la Bestia. Si deshuesamos la historia no nos queda más que un producto hecho con molde: chica guapa, incomprendida (sí, convertir al personaje principal en incomprendido ya representa el 50% del éxito en el mercado), inocente, que consigue cambiar al chico malo.


Hasta aquí podría citar mil y una historias que abordan del mismo tema: Crepúsculo, Cincuenta sombras de Grey, Dirty Dancing, Grease...en fin, son infinitas, porque el público al que van dirigidas es fiel. Pero quizás, de todas esas historias chicabuenachicomalo La Bella y la Bestia sea la más escandalosa, ya que él mantiene a la chica recluida en su castillo. Es lo más parecido a un secuestro. Siendo Bella, cualquiera en su sano juicio prevería un desenlace siniestro. Si poseyera un intelecto privilegiado, como en la película dejan intuir, no habría pegado ojo en toda la noche, y no se habría atrevido a pasear por el castillo como si éste fuera suyo. Pero Bella es valiente, y que un monstruo la haya encerrado después de haber maltratado a su padre no mengua su curiosidad.
Sin embargo, esa misma noche sufre un momento de estrés, llega al límite de su aguante y desesperada, escapa bajo la ventisca. Entonces se encuentra con una manada de lobos, y justo cuando está a punto de ser devorada, Bestia aparece para la salvarla. Los lobos atacan a Bestia quien queda inconsciente en la nieve. Y aquí es cuando Bella tiene la oportunidad de huir, de abandonar a su secuestrador, pero en lugar de eso prefiere socorrer a Bestia y regresar al castillo. Este suceso es el primer indicio de que Bella podría sufrir síndrome de Estocolmo.
La historia sigue. Bella se adapta a la vida de secuestrada, come con Bestia cada día, y pasea por el jardín, juega con la nieve, lee en la biblioteca. Llegados a este punto Bestia empieza a mirarla con otros ojos. Lo que yo me pregunto es qué pasaría si en el castillo hubiera más mujeres, quizás Bella no sería tan especial. Quizás sería su preferida porque alguna debe de serlo, pero mi curiosidad es si los ojos de Bestia no se desviarían con frecuencia hacia las conchas de Ariel o la falda de Pocahontas.
Sea como sea, una noche, siguiendo los pasos nobles de un corazón enamorado, Bestia libera a Bella. Ya no es su rehén.
Una vez libre, Bella llega al pueblo (sí, Bella es pueblerina) y descubre que sus vecinos planean matar a Bestia. Entonces Bella corre hacia el castillo para evitar la tragedia, pero cuando llega Bestia está a punto de morir después de que el guaperas del pueblo lo haya apuñalado. Bella le confiesa su amor. Y aquí llega mi gran duda. El hechizo se rompe, y entiendo que Bestia recupere su identidad de príncipe, pero no comprendo por qué se recupera de la puñalada. Diría que convertirse en humano y no desangrarse cuando te han hundido un cuchillo hasta no caber más son factores independientes. Pero voy a suponer que el hechizo acaba con todo lo terrible de este mundo. Lo importante es que Bella se ha enamorado del secuestrador.
Disney es capaz de convertir lo morboso y siniestro en un bonito cuento de hadas, porque a pesar de todo, la película fomenta el amor verdadero, puro y desinteresado, y por supuesto, la humildad.

martes, 22 de septiembre de 2015

Katsudon



Cuando separé los palillos me di cuenta de que los cogía por el final. Esto, según los japoneses, significa que me casaré tarde, y a estas alturas de mi vida no van desencaminados, precisamente. Estaba removiendo el arroz de mi bol de katsudon cuando una familia que hablaba castellano se sentó en la mesa de al lado. L me comentó: qué raro, no se ven muchos españoles. Y no lo dijo muy alto, porque ninguna de las dos es proclive a las amistades rápidas y fáciles. Comimos con calma. Al otro lado de la ventana el río Daiya fluía tranquilo y el puente Shinkyo soportaba los flashes de los turistas.
Entonces, el único hombre del grupo, un señor pequeño y canoso, dijo: ¡Yo como mejor en mi casa!
Y no fueron las palabras lo que llamó mi atención, sino el tono chovinista.
Mi amiga y yo nos cruzamos una mirada de sorpresa mientras ellos criticaban Japón. Nosotras permanecimos atónitas. Posiblente aquel hombre disfrutaría más de la comida nacional, y las calles de su pueblo o ciudad le parecerían más agradables, el idioma idílico, la gente más guapa...qué sé yo. En todo caso su problema tenía una fácil solución: no ir a Japón.
Nunca he entendido a las personas que viajan y sufren. Que desean volver a casa porque el trote del turista los agota y abruma. Y por lo que he podido comprobar, no escasean. Sin embargo, es muy sencillo. Existe demasiada gente que viaja por cómo suena y no por lo que aporta. Disfrutan el viaje a través de selfies, más preocupados de exhibir su vida que de vivirla. 

No entendí que alguien pudiera pagar 3.000 euros por algo que jamás disfrutaría. Y todo por las apariencias.
Salimos del restaurante y caminamos por Nikko, hacia la estación de tren que nos llevaría de vuelta a Tokyo.
-Hay gente que no sabe apreciar otras culturas. Aunque no es tanto "el 
no apreciar" sino "el criticar". Existe una enorme necesidad de degradar lo que nos envuelve, lo que es diferente a nosotros- comentó L.
-Y así va el mundo- dije yo.

domingo, 2 de agosto de 2015

Take me

Cada año sé que el verano ha llegado definitivamente porque el transporte público se libera de la multitud asfixiante. Las vacaciones de la universidad y los que dejan la ciudad a principios de verano permiten que el traslado en tren o metro por Barcelona sea una actividad tranquila. Y aunque es verano, el otro día llovió, el calor aplastante de las últimas semanas se tomó un descanso, como los universitarios.  Quizás era el día, la lluvia pegaba las hojas de los árboles en el suelo, y la gente caminaba cabizbaja, pero yo hacía horas que  me había aislado del mundo real y me había sumido en mi despiste crónico. Olvidé contestar al móvil, y desconecté de cualquier vínculo con el trabajo. Entré en la estación de Sants y bajé a las vías a esperar.
En el tren, me senté al lado de la ventana, y me puse los cascos. Y como tenía el día tonto reproduje mi repertorio de canciones ñoñas. Roxette decía que debía de ser amor, y U2 contigo o sin ti. Me puse a mirar por la ventanilla, aunque el interior del túnel fuera oscuro. Entonces alguien me tocó sin querer. Levanté la mirada y encontré a un chico que enseguida hizo un ademán para pedirme perdón. No suelo sonreír a desconocidos pero con él lo hice. Y negué con la cabeza "no pasa nada, tranquilo".
Y aunque volví a mirar por la ventana, de repente me descubrí espiándolo. Tenía una constitución corpulenta, no atlética, las cejas pobladas y castañas y llevaba gafas con patillas gruesas. Debía de ser bastante alto, se sentó de lado porque apenas cabía.
Por el cristal de la ventanilla observé que sacaba un libro y se ponía a leer, y de repente levantó la cabeza y me miró furtivamente.
Para entonces Scorpions cantaba su Wind of change, y el tren salía del túnel para tomar su recorrido costero. Me acomodé en mi asiento, y sin pretenderlo levanté la mirada. Él hizo lo mismo, y nos cruzamos. Y aunque Wind of change trata sobre sucesos políticos y sociales de la Europa del Este, noté sus ojos en mí justo cuando Scorpions decía  Take me to the magic of the moment on a glory night. A mi derecha la playa desprendía un tono eléctrico, y a pesar del mal tiempo, había gente en los chiringuitos y jugando a las palas en la arena. Me levanté sin volver a mirarlo, y me coloqué ante de la puerta. Apagué el ipod y me quité los cascos, y cuando las puertas se abrieron salí del vagón con mi paso rápido. Bajé las escaleras, crucé el túnel subterráneo y subí en las mecánicas. Me apoyé y me detuve, y entonces éstas se pararon a mitad de camino. Debieron de estropearse y no pude evitar pensar en el accidente de China, donde una mujer había muerto atrapada en el engranaje al romperse la plataforma. Entonces, tras de mí, escuché una voz masculina. ¿Te había pasado alguna vez? Me giré y me encontré con el chico del tren. Volví a sonreír al desconocido, y le dije: ¿el qué? Empezamos a subir a pie, se puso a mi lado y prosiguió: siempre he encontrado las escaleras estropeadas, o se han parado después de subir, pero nunca mientras. Le di la razón, le dije que a mí tampoco me había pasado nunca. 
Comentamos un par de banalidades y salimos de la estación, que está al aire libre. En la calle me habría gustado tener más chispa, y ser capaz de crear temas de conversación de la nada, hay gente que puede, yo no. Se llama tener morro. Nos separamos y me acerqué a la estación de autobuses (sí, no soy la persona más céntrica del mundo). Un señor con un bigote pelirrojo y descuidado hablaba solo sobre lo falsa que es la gente. Me giré para ver si veía al chico del tren, pero no había rastro. El hombre del bigote dijo algo de un mechero, durante un segundo dudé si hablaba conmigo, al final pensé que sí y le contesté: no fumo.
Al final de la calle vi el autobús que se acercaba. 

miércoles, 20 de mayo de 2015

Érase una vez



Detuvo el coche donde el camino se volvía abrupto y los matorrales se elevaban salvajes. Aparcó entre los árboles, y guardó las gafas de pasta en la guantera.
Abrió la puerta, y al salir, sus tacones pisaron con asco la tierra seca. Del maletero extrajo su gabardina roja y se la colocó con cuidado de no despeinar el pelo largo recogido en una trenza. Cuando se abrochó los botones su cintura se vio pequeña. Por último cogió la cesta, y cerró el maletero. Sobre ella las nubes se amontonaban grises, como algodón sucio. "Seguro que llueve" pensó "no existía un día peor para venir". Como temía mojarse se colocó la capucha de la gabardina, y así, con el rostro medio oculto, ascendió por el camino.
Al poco sonó su móvil, y al mirarlo vio un mensaje sin leer. Era de él, y resopló asqueada. Empezaba a cansarse de sus llamadas, además, ¿qué futuro les esperaba juntos? Él recogía leña y la vendía, vestía camisas de cuadros y no lograba deshacerse de aquél deje pueblerino. Quizás porque era un pueblerino. En todo caso, él no encajaba con la visión que ella tenía del amor de su vida.
Caminó y caminó. A su abuela deberían llevarla a un asilo, donde pudieran cuidarla como era debido. Si no fuera porque era una de esas matriarcas amargadas, una vieja ermitaña que no sabía qué era tener sentimientos, alguno de sus hijos le plantaría cara. No era más que una chantajista emocional que enfrentaba a sus propios hijos por beneficio propio. O tal vez sólo por diversión. Ni siquiera sabía por qué le llevaba aquel pastel. No se lo merecía.
Caminó un poco más, ya estaba en la mitad del bosque, cuando una voz ronca la sacó de sus pensamientos.
-¿Qué haces aquí?
Ella aminoró el paso, pero no se detuvo.
-¿Me sigues?
-¿Has venido a verme?
-No, habría ido al pueblo si quisiera verte. Voy a ver a mi abuela.
-¿Por qué? No la visitas si nadie te obliga.
-Está enferma.
-¿Qué le pasa?
-No lo sé.
Entonces se volvió. Y no supo a qué se debía pero lo vio más alto, más gordo tal vez, le pareció gigante. Las patillas espesas le llegaban a media cara, como siempre. Cuando se conocieron él tenía el pelo espeso y negro, pero ahora el negro no era tan intenso. Tampoco había pasado tanto tiempo.
-Te acompaño-propuso él.
-No te molestes.
-No es una molestia. ¿Has venido a verle a él?
-Te he dicho que he venido a ver a mi abuela.
-Me gusta tu gabardina, te sienta bien el rojo - y su voz adoptó un tono suave, dulce.
Ella pensó que sus estupideces eran tan grandes como su cuerpo. Aún no sabía por qué tenía que haberse acostado con él. Sí, ya...el alcohol... Pero ahora le pedía más que una absurda noche de pasión y no sabía cómo quitárselo de encima. Igual que a su primo, que se divertía recogiendo leña. Se preguntó si habrían hablado entre ellos.
Bajó la mirada, con una mueca triste.
-¿Qué te pasa? ¿Me lo vas a contar?
-Nada.
-No te creo.
Ella echó a andar, con los ojos puestos en las hojas muertas. Sabía que él la seguiría, y así fue.
-No quiero agobiarte con mis problemas. Ya me has ayudado suficiente.
- Te seguiré ayudando en lo que pueda.
- Bueno, está bien, te lo contaré. Mi abuela va a acabar con toda mi familia. Se niega a salir de esa casa en medio del bosque, mi madre no puede cuidarla como debería, mi tía está enferma y si ella vendiera la casa podría curarse con el dinero. Pero ella no ve esas cosas. Es una egoísta. ¿Quieres saber una cosa? He envenenado el pastel. Nuestras vidas serán más fáciles sin ella.
Él dio un paso atrás, y pestañeó, sin entender.  Cuando se ponía serio su mandíbula se volvía cuadrada. Se colocaba tan recto que era cuando más grande parecía. Se frotó la cara con las manos peludas, como si quisiera despertar de la pesadilla.
-Sabía que no debía contártelo.
-De eso nada, has hecho bien.
Rumió unos segundos, y al fin dijo:
-Te ayudaré. Haremos lo siguiente: si dejas que tu abuela coma del pastel te van a descubrir enseguida. No creo que sea un buen plan. Deja que yo me encargue, ¿de acuerdo? Para no levantar sospechas, por si acaso, tú irás por un camino y yo por otro, y nos encontraremos allí.
Ella asintió, con mirada inocente. Se despidieron con un beso, y cuando la silueta de él se perdió entre los árboles ella buscó su móvil.
-Hola, soy yo. Me he encontrado con tu primo. Está loco. Ha amenazado con hacerle algo a mi abuela. Sí, ¿vendrás? Estoy en el bosque. Gracias.

Llegó al cabo de un rato. La puerta estaba abierta y el silencio era tan intenso que aterrorizaba. Al entrar se quitó los zapatos y los dejó en la entrada. Odiaba la casa. Era rústica, tan vieja y decadente como su abuela. ¿Estaría viva todavía? Cuando dejó el pastel en la cocina, junto a la ventana, pensó que quizás ella tenía más de madrastra que de Blancanieves. Miró por la casa, no había rastro de su abuela. Lo encontró a él, en el salón.
-¿Y mi abuela?
-¿Quieres saberlo?
-Sí.
-Está bien, te lo contaré.
-Más tarde.
Se sentó en la mesa y se desabrochó la gabardina.
Él se levantó de la silla y se colocó delante. Se besaron, y ella apretó su cuerpo contra el de él y lo rodeó con las piernas. Al apoyar el peso descubrió sobre la mesa una cofia horrorosa y, por diversión, se la colocó a él en la cabeza.
-Estás ridículo- dijo divertida.
Él metió la mano por debajo de la falda, ella le quitó la camisa. Tenía tanto pelo que realmente parecía un lobo. Y estaban las patillas...
-Qué ojos más grandes tienes- dijo ella.
A él le pareció divertido.
-Son para verte mejor.
Ella acercó la boca a su cuello, lo rozó, y subió hasta el lóbulo.
-Qué orejas más grandes tienes.
-Son para oírte mejor.
Después le dio un beso, largo, mientras le desabrochaba el pantalón.
-Qué boca más grande tienes.
No le dio tiempo a contestar. No escuchó las botas sobre la madera, y tampoco supo qué ocurría cuando comenzó a gritar que la dejara en paz. Fue cuando advirtió los pasos. Se volvió y sólo vio el cañón de la escopeta de su primo apuntándole.
El disparo revolvió el bosque, unos pájaros huyeron de la copa de los árboles.
No conseguía hablar, se llevó la mano al cuello, que sangraba a borbotones. La miró a ella. Lloraba desconsolada sobre la mesa mientras se colocaba la ropa correctamente tratando de recuperar su dignidad.
"Mala zorra" pensó.
Se tambaleó. Su primo permanecía de pie con la escopeta en la mano. En su cara no había un ápice de remordimiento.
Atravesó la casa con el paso torpe, chocándose con las paredes, y por el camino rompió un jarrón. Vio una bata de la abuela y la cogió para protegerse del frío que comenzaba a invadir su cuerpo. Enseguida se la colocó sobre los hombros. Justo antes de salir a la calle se miró sin querer en el espejo. Aún llevaba puesta la cofia de la anciana. No tardaría en morir, y no supo qué era peor, morir como un violador y un asesino, o llevando la cofia de una vieja chiflada.























domingo, 17 de mayo de 2015

Resbalón


Cuando fue consciente del error ya era demasiado tarde y no había nada que hacer. Tras dedicar horas a encontrar una solución que la sacara del apuro, había llegado a una conclusión bien simple: estaba en un callejón sin salida. Sustos como aquél había sufrido bastantes, pero después siempre habían quedado en eso: un susto. Aquel día la situación era completamente diferente. Estaba embarazada de verdad. Su prima mayor, siguiendo el papel que le tocaba interpretar, un poco maternal, le había advertido. En más de una ocasión le había dicho que, si no tenía cuidado, podría quedarse embarazada. Pero claro, cuando eres adolescente piensas que estas cosas jamás te pasarán a ti, que siempre le ocurren a los demás, y nunca a nadie directo. Siempre le ocurre a una amiga de una amiga, o la hija de una prima de tu madre. Pero nunca te ocurre a ti.
La prima mayor fue clara y concisa: Quizás deberías abortar. En respuesta, María arrugó la cara, indicando que no le convencía la idea. Es que me da miedo.  La prima mayor recapacitó. Repasó la situación y al final cuestionó. ¿Qué dirá José? Entonces María se deshizo en llanto. Tal vez sí que debería abortar, ¡pero es que le da tanto miedo! Nunca había visto el procedimiento con sus propios ojos, pero estaba convencida de que no era necesario ser testigo para saber que era peligroso. Tal vez debería hablar con el padre de la criatura y explicarle qué había pasado. Debería comprenderla, al fin y al cabo él era tan responsable como ella. Enseguida sus ilusiones se desvanecieron, el padre evitará tal compromiso, después de todo, lo habían hecho una vez, deprisa y corriendo, y seguro que ni siquiera la recordaba.
La prima mayor cuestionó otra vez: Dile a José que él es el padre. Pero entonces María, que casi había conseguido tranquilizarse rompió a llorar de una forma tan intensa que su prima creyó que jamás podría consolarla. Cuando se calmó María expuso que no podía hacer eso y añadió: Es que José y yo no…La prima mayor se sorprendió: ¿Nunca? A lo que María respondió: No, nuca. Cree que soy virgen.
La prima mayor tuvo claro que aquello lo cambiaba todo. Ya no se le ocurría nada más, se le habían acabado las ideas. Pobre María. José la abandonaría, en casa la molerían a palos, y tendría que tener un hijo ella sola, siendo tan guapa y joven. La vida le cambiaría, seguro.

María notó en la mirada de su prima una mezcla de lástima y alegría de no ser ella. Entonces, en aquel preciso momento, se le ocurrió la idea que la salvaría del tormento que le esperaría toda la vida. La idea se le ocurrió de repente y tal vez era una estupidez, pero ¿no eran las ideas repentinas las que alcanzaban el éxito? ¿No era la suerte del momento la que se debía aprovechar? Tenía la solución y enseguida lo expuso a su prima. Ésta, cuando la escuchó, no pudo evitar mofarse y explicar que su historia no se la iba a creer nadie, y aunque José la creyera, cosa que dudaba, sus padres no lo harían y la molerían a palos doblemente, primero por el embarazo y después por la mentira. Pero María estaba más que convencida: Dios la había embarazado. Y lo repitió tantas veces que al final no tuvo que fingir más. Ella misma se lo acabó creyendo. 

domingo, 15 de marzo de 2015

Que la fuerza te acompañe

La primera vez que vi Star Wars tenía dieciséis años y hasta el momento no sabía quién era Luke Skywalker. Seguí el hilo de la historia sin problemas. Era una saga de aventuras, de argumento sin complicación, con un punto de rebeldía. Con el paso del tiempo fui olvidando detalles y se formó un lío terrible en mi cabeza. No conseguía visualizar la Estrella de la Muerte ni el Halcón Milenario. No recordaba por qué ni para qué aparece en escena Lando Calrissian. Ni por qué de repente Leia parece miembro del harén de Jabba el Hutt.
Volví a verlas hace unos meses. Y la completé con la trilogía nueva y la película de los Ewoks.
El episodio cuatro me pareció aburridillo.
El quinto, fantástico.
El sexto, de un siete.
El uno me hizo pensar que George Lucas se reía de mí y en mi cara.
En el dos me entraron ganas de matar a los personajes con mi propia espada luz.
El tres me pareció shakesperiano. Me gustó.

Pero lo mejor de todo, es que a partir de ese momento, cada vez que en el trabajo veo aparecer al “jefe supremo” la Marcha Imperial suena en mi cabeza. Y pienso: si es que yo siempre he sido más de Star Trek, que al menos los vestidos son bonitos.